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Un Macondo llamado Pivijay

Nada es más difícil que trasladarse hasta Macondo. Nada es más placentero que arribar a sus orillas y sentir como el viento de la ciénaga te pega de frente. Nada es más amedrentador que sus agónicas trochas. Nada más esperanzador que la resurrección de un pueblo marchitado por los recuerdos cíclicos de las bananeras…

Recuerdo haber llegado hasta la entrada de aquel pueblito a eso de las 3 de la tarde. El sol brillaba tanto que hasta los burros rebuznaban con pesadez. Diría yo que la sensación térmica rodeaba los 40 grados. El letrero que se levantaba justo en las inmediaciones limítrofes de aquel lugar, apenas si dejaba entrever un “Bienvenidos” inconcluso, corroído por las intolerables condiciones climáticas de Pivijay.

El viaje hasta el bajo Magdalena, que es donde se encuentra anclado el terruño de mis ancestros, se parece mucho a la travesía literaria de Aureliano Buendía. Para arribar hasta las entrañas del paraíso histriónico que nunca existió, pero que bien se lleva cargado en el alma como un armatoste pesado, hacía falta tener mucha fe. Y sí, aún sigue haciendo falta cargar con esa fe, porque sencillamente hay que ser muy optimista para trasladarse desde Cartagena hasta las foráneas llanuras que se extienden desde el Magdalena hasta los confines del mundo.

Fe, porque hay que rezarle a todos los santos para llegar bien, para que el bus que te lleva de la terminal de transportes de Cartagena hasta Barraquilla no se vuelque en una de esas curvas endemoniadas que los políticos con sus trucos de magia, han diseñado en complot con sus ávidos contratistas.

Fe, para que al llegar a la tierra donde el Joe juró quedarse toda la vida, puedas conseguir una esas lindas chatarras que conocemos como mototaxis y te pueda acercar hasta la 38, y allí, a la intemperie, abandonado a tu suerte entre una espesa avenida llena de centenares de autos, alcances un bus de esos que parecen ir despedazándose por todo el camino, para ver si te lleva hasta el Fogón – tranquilos, no me refiero a uno literal ni mucho menos-. En este caso me refiero a un pequeño puerto artesanal donde no vive nadie, ubicado en el departamento del Atlántico.

Su nombre, no es fruto de la accidentalidad semántica con la que muchas veces, en esos arranques del arbitrio humano, se han podido denominar las ciudades con fundamentos inexistentes. En este caso, este mismo que ahora me he atrevido a contar después de mi última visita a el pueblo de mis amores, se trata de un nombre que define literalmente las características del lugar.

En el Fogón, creo yo que Satanás ha de sentirse como en casa. Dada su cercanía con la Riviera del Magdalena, el calor se siente recalcitrante, la humedad se palpa hasta en los huesos, el sudor en aquel lugar se siente más espeso, como una especie de masa gelatinosa que te inunda y sofoca. Allí, ni las pobres matas de maíz, yuca y ñame, se salvan, incluso hasta ellas parecen tristes, apesadumbradas por la inclemencia de un clima que parece haberse vuelto tan loco como las gentes que habitan este mundo.

En este punto, creo que es necesario pedirles mis más sinceras disculpas a todos ustedes queridos lectores, acaso creo que me he dejado llevar por los detalles líricos que componían al destruido y a la vez hermoso paisaje del Fogón, tanto así, que he dejado de lado por completo mis suplicas a los santos y a las ánimas por el sano desenlace de mi viaje al pueblo de mis abuelos maternos.

Ya en el Fogón, hay que esperar con paciencia por la llegada de un jhonson, lo que se refiere a una barca artesanal de unos 7 metros de largo por 3 de ancho, en la que fácilmente pueden caber entre 15 o 20 pasajeros, sin contar al capitán, quien no es más que un viejo lobo de río con más años que está tierra, y a su acompañante, un fiero joven que se equilibra al borde de la embarcación para dar empuje desde el primer sedimento de tierra firme, con una vara extensísima que parece acariciar el sol en la medida que damos la espalda al infierno desde el que abordamos para llegar hasta Salamina. 

En el trayecto, uno fácilmente puede quedar embelesado con la belleza del paisaje y abrumado con las extremas secuelas que la sequía ha dejado a su paso. Sin embargo, uno no deja de encomendarse y pedir perdón por todos los pecados que alguna vez haya podido cometer. 

Pivijay Visto desde el aire.

De repente, la mirada se me ha desviado y se ha colocado ahora sobre el paso del Ferri, que lleva por nombre “Radar”. Lo paradójico del asunto, es que quien pilotea el remendado y arcaico bote que sirve de comunicación entre el resto del mundo y aquellas alejadas poblaciones, en su vida ha tenido un radar al interior del nombrado medio de transporte. 

Aquel nombre, Radar, se me ha quedado pegado en las retinas, me doy cuenta que es lo único parecido a la civilización junto con los 11 pasajeros que me acompañan en la travesía. Así pues, con más razón, se acrecientan las suplicas y los votos, para llegar a tierra firme, para llegar al puerto que después de 15 minutos de viaje, se asoma en la distancia y me devuelve el alma.

Sé bien que me he enredado en detalles pretenciosos durante este relato en el que de alguna manera pretendo encontrar similitudes con las características nombradas por García Márquez en Cien años de soledad, ya sea por las peripecias iniciales de su narrativa, por el lugar que describo o por la particularidad de sus personajes. Lo cierto es que, aun con todo y prosa exacerbada, la única realidad es que aún toca, como bien decimos en el caribe colombiano, seguir pujando, eso implica que hay que seguir contrayendo el ñango, como si acaso la virilidad y el coraje procedieran de un lugar tan vetado para el hombre en la cultura costeña.

Las horas siguientes, transcurren a bordo de una mototaxi. Encima de tan improvisado vehículo, uno no logra sentirse seguro jamás, puesto que además las vías por las que transitamos, bien podrían servir para una competencia de Rally Dakar, o como escenario de un filme de estilo prehistórico.

Desde Salamina, que es desde donde he emprendido la marcha una vez más desde que recobré el aliento al arribar al pequeño puerto, casi todo el camino está desprovisto de asfalto, lo que ahora queda en algunos tramos, parecen ser fallas estructurales en el terreno.

No obstante, debo decir que me ha llamado profundamente la atención este pueblo que transité por cerca de dos horas hasta llegar a mi destino final. En la entrada de Salamina, alejándose poco a poco del tumulto turístico que se emplaza alrededor del pequeño puerto, se dejan ver los únicos y escasos metros de asfalto del lugar. Una escuelita, se asoma entre el caluroso y casi desértico panorama, metros adelante, el cementerio y justo en diagonal, una tienda donde unos compadres que aún no conozco, comparten más de una fría para matar los calores del eterno verano.

Tal parece que así son, de modos calcados, todos, o al menos la gran mayoría de pueblos de la costa norte colombiana. Los patrones de vida parecen ser heredados bajo una consiga austera, en la que es posible ser feliz con solo un poco de tierra para labrar, una escuela ordinal para intentar hacerse alguien, una tienda al estilo de Diomedes Diaz para arremeter contra los pesares de la vida, y un terreno amplio y duradero en el que poder dormir para siempre a tres metros de profundidad.

Nuevamente creo que me veré en la obligación de disculparme con ustedes, pero que más da, a todas estas creo que ya me conocen, y sí, algo me dice que me extravié entre mis objetivos iniciales, pero no importa, por fin he llegado. Allá, a lo lejos, está el paraíso, el edén, la tierra que parece interminable, la siento en las venas porque sí, la sangre y la tierra se encuentran unidas, ligadas a perpetuidad. Ya sabía yo que eso de polvo eres y al polvo volverás no era puro cuento del cura Alfredo de la Hoz que oficia en la iglesia de la Bonga en Pivijay.

Ya aquí, en el regazo que me anduvo esperando todo este tiempo, descubro el milagro de la contemplación, como una expresión oculta entre los inmensos arboles de pivijay, esos mismos que el gran Gabriel García Márquez inmortalizó en la fantasía narrativa de un mundo que es más parecido a la realidad de lo que imaginamos.

Iglesia San Fenando Rey, Pivijay - Magdalena. Foto por/ Carlos Mario Caballero Suarez

Allí la mototaxi empieza a darme un tour a través de las callecitas que recuerdo con la felicidad marcada de pómulo a pómulo. Algunas cosas han cambiado, no cabe dudas. Más de una calle ahora está pavimentada -aunque hubieron de pasar más de 20 años para que ocurriera eso-, las tiendas y los estancos parecen haberse multiplicado, pero, aunque hay un retoque aquí y otro por allá, continúo percibiendo el pueblo que tanto anhelo en alma con los mismos ojos con que lo descubrí aquella vez en la que a mi madre se le ocurrió que era buena idea visitar a los abuelos.

A mi abuelo que ya no está, le sigo mirando en el patio de la casa, con un sombrero tan grande que le cubre el cuerpo como un paraguas, lo sigo viendo con sus abarcas y el pantalón recogido en un doblez rustico sacado del mismísimo aspecto de las paredes de la casa. El sonido de los burros, de los gallos que te levantan religiosamente cada mañana, el de los perros desnutridos que deambulan por las salitrosas calles del lugar, los sigo escuchando, y retumban en mi mente de un lado al otro, dándome a conocer el milagro de la memoria sensorial.

Y es en ese instante, en el que siento en el viento un olor a excremento de vaca, mientras el sol brilla aún a las 3 de la tarde y los burros rebuznan, donde vienen a mi mente las palabras de Gabo, esas que te recuerdan que “Macondo no es un lugar si no un estado de ánimo que le permite ver a uno lo que quiere ver, y verlo como quiere”. Y por fin lo entiendo todo, este lugar del que escribo ahora después de 3 largos años, en los que había pensado meticulosamente como describirlo en una narrativa similar a esta, es el Macondo perdido, no el de cien años de soledad, sino el mío, ese que se encuentra cada día bajo la sombra de un frondoso árbol llamado Pivijay.

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