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Carmencita

Cualquiera que ha pisado estas tierras exóticas y afrodisiacas, sabe que aquí se puede ser feliz con un trozo de mar y un pedazo de viento. Este enigma llamado Cartagena se conjuga con la arena y se entremezcla con la sal. En esta tierra dan ganas de morir, aquí se sufre, se llora, pero también se goza.


La primera bocanada de aire del día emerge de las tripas, no de los pulmones como han de creer muchos, nace de allá porque es allí donde están las agallas, y hay que tener muchas vísceras para enfrentarse al vértigo profundo que produce el vaho matutino. Es un escozor fastidioso, el sol se ensaña contra cada resquicio donde abunde la humedad, sobre todo, arremete contra la hierba mojada por el rocío de la noche, la piel comienza a traspirar desde muy temprano y ya los ventiladores son insuficientes para alejar los calores de la pieza. Son las seis de la mañana y ya se escuchan las tajadas brincando entre el aceite, el caldero, aunque de proporciones ínfimas, es el ideal para tal preparación, los años de uso le han dejado un sello especifico, las tajadas de plátano verde no saben igual si se fritan en una sartén de esos que dicen ser antiadherentes, se requiere de ese pegoste negro, esa substancia oscura, esa corteza insalubre, hace falta esa sazón. Pringan, siguen pringado las tajadas mientras se alistan dos muchachitos, una hembra y un varón. Hartan todos con vehemencia las tajadas con mil pesos de queso que la noche anterior se había comprado en la tienda de la esquina, la grasa se les escurre por la boca, se embadurnan las manos de ese líquido espeso y viscoso que proporciona vitalidad, sin duda, alimento de dioses caribes.


Acabados los manjares del trópico, la madre peina al mayor de sus hijos diciendo estas palabras: “Papito cuida a tu hermanita, pórtense bien” y los envía en medio de persignes y ruegos a la virgen, a una escuelita un tanto destartalada, mientras ella, como muchas en la heroica, va a limpiar las mugres al mejor postor, fregando los pisos del patrón y haciendo los quehaceres que la señora de la casa no tiene tiempo de hacer. Pero qué bueno que no le queda tiempo a la señora, de lo contrario no tendría con que alimentar a sus pelaitos, uno de ellos casi se le muere una vez debido a una peste maldita que por acá pega mucho, un dengue hemorrágico combinado con la negligencia médica casi le arrebatan al primogénito, aquella vez el sisben vencido por poco le gana la batalla. No sabe ella a quien darle gracias hoy por hoy, lo cierto es que un cristiano de esos que aún habitan esta tierra macondiana, le dejó pasar a que le regalaran un poquito de atención médica, atención medica que ya hacía más de cuatro horas mendigaba junto a otros fulanos en una fila deprimente.


De regreso a casa y con la espalda hecha trizas, Carmen piensa en los niños que ha dejado al cuidado de su suegra. Ni siquiera se le ha pasado por la mente que el bus donde se ha montado es el vivo retrato de una lata de sardinas. Van todos apiñados aferrándose unos a otros, aferrándose a cristo inmaculado, maldiciendo unos al chofe’, zarandeados los que van de a pie, algunos adormitados con las babas escurridas, otros, como Carmen, desean que la travesía termine, que su destino, se fulmine en el cálido abrazo que aguarda en casa. Carmen quien pagó tan solo mil cuatrocientos pesos en el bus, piensa en el arriendo, en el mercado que ya escasea, en los zapatos deformados por los múltiples remiendos recibidos, con los que su hija va todos los días a la escuelucha, piensa además en el marido borracho que se fue de casa, en la plata que no le alcanza, en la gastritis que le acusa, piensa en su vida y en la de los suyos, se resigna y vuelve y piensa, a veces hasta se le pasa por la mente marcharse lejos muy lejos, donde las ruinas no la encuentren, donde pudiera levantar una casita de material para su familia, solo piensa. Todo eso pensó mientras regresaba de manga.


Arribada a la casita blanca en el barrio albornoz, van pasando los saludos protocolarios uno a uno devolviéndole un tris de esperanza a su amada Carmencita, sabe ella que le duelen las varices, pero sonríe fuerte sacando fuerza de las tripas, de donde no las hay, luchando contra la suerte, contra el vilipendio del destino.


En las calles destapadas juegan sus críos, se relamen los sudores dejando a relucir las blancas dentaduras. Cae la noche y el hambre sobreviene, les ruge el estomago, esperan que la virgen haga un milagro, que algún cristiano dadivoso les calme el ardor de panza, rezan, claman, nada pasa. Como era de esperarse, la divina providencia había decidido que la familia Martínez no probaría bocado alguno esa noche.


Llegado el día siguiente, Carmen Cecilia sonríe mientras sus hijos devoran el pan y la leche que fió al cachaco de la esquina. “si mis hijos sonríen, yo soy feliz” dice la abnegada madre, nada más importa, ni las ruinas, ni nada de esas vainas.


Foto por: Emilio Cabarcas


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