Este pedazo de acordeón donde tengo el alma mía...
Así inicia el rito, el juramento sacro de amor al vallenato. El matrimonio inseparable entre el que toca y su aparato, ese artilugio del viento del que muchos afirman haberle visto al mismísimo diablo.
Hablar de vallenato en Colombia, es remitir instantáneamente nuestra atención hacia el valle, es ir más hacia el norte para darse de bruces contra el religioso cantar de la parranda, se requiere por defecto, ingresar a la patria del juglar, al terruño donde el verso se convierte en canción. Viajar al valle consiste en un experimento, en una aventura que muestra al río como la fuente inspiradora del que canta. Por acá, el trasnocho surca al juglar en pos de las melodías que le saca al artefacto más venerado, aquel que enamora tanto a la musa: la mujer, la montaña, el río... Para siempre el río.
Si evocáramos sus inicios, sus albores desconocidos, y pudiésemos tocarlos con una delirante austeridad, reconociendo que de sus inmensidades provienen esos hombres que han bañado al río de versos del olvido, distinguiríamos su trascendencia, la marca diametral que estalla sobre el paseo, la melancolía del acordeón acompañando al enamorado y la alegría que hace sentir en las tripas, el rugir de una guacharaca desbordada.
La trascendencia elemental del ritual vallenato consiste en una batalla que se le gana a la muerte, al demonio mismo. Bien dirán muchos durante la parranda que "y si así es la muerte, que venga". Se le ha perdido entonces el miedo a partir, ahora el enamorado canta diciendo: " y si por tu amor me muero, me puedo morir tranquilo", existe en consecuencia, una coraza hedonista que alberga la sensibilidad del peregrino, ese que deambula las casetas buscando alimentar su insaciable deseo de tocar, tocar más que unos pitos, tocar el corazón.
Del mismo modo, coger un taxi en el valle del cacique Upar, implica ser tocado por la sonoridad, recibir un concierto mientras te ubicas en el contexto y estableces una conexión entre lo que se canta y lo que se vive. Por ejemplo, Robinson, un taxista de aquellos parajes, recuerda cuando escuchaba a las mujeres de su casa cantar: "pila, pilandera, pila en el maizal, danza tu danza inmortal", dice él que eso lo transporta a la cocina de su abuela, al fogón incendiado por las brazas, a toda una liturgia donde la comida y el buen vallenato no podían faltar. Robinson retrata al hombre del valle sin ningún inconveniente, la amabilidad le brota con una naturalidad abrumadora, trabaja duro y al fin del día recae siempre en la adicción que le heredaron sus padres, el vallenato, dice él un tanto sentimental, y además, señala que "el vallenato es más que simple música".
En efecto, se trata de una composición que sostiene un patrimonio social apalabrado en la melodía. Se trata de una aseveración, de una condición de autoctonía que favorece a la historia y al recuerdo inmortal de la ancestralidad, es pues, todo el acervo que se compone y descompone, junta y desjunta, lo que permite la movilidad cultural en función de una cuestión que más que
música, es vida.