A las negras hermosas que habitan el Caribe
¿Has visto alguna vez belleza semejante a la de la mujer que habita el Caribe?
- No, no lo creo, no hay sonrisas tan solemnes en otros confines, no hay colores tan placenteros como los que cargan sobre sus lomos la deidades femeninas que caminan con tal desparpajo, que hasta Ariadna sentiría envidia si las mirase.
Si tuviera que elegir un lugar para vivir, no dudaría en elegir cualquier porción de tierra en donde se respirasen los vientos cálidos que salen desde Cuba atravesando todo de sur a norte y de norte a sur, pues como bien diría Gabo, uno se siente extranjero en cualquier parte del mundo, menos en el caribe, y es que de seguro el ya difunto nobel era consciente de que ningún otro lugar puede albergar tantas maravillas juntas. Seguramente en ningún otro lugar, diría algún maniático amante a los arrabales como yo, encontraré serenatas mientras camino percudiendome los pies a mis anchas, santiguandome los tobillos, untandome la vida con el polvo que no es más que la vida misma.
La elección por escoger un rinconcito donde se pasee el agua bendita del mar caribe, no ha de ser difícil si recordamos al elemento más importante en las sociedades caribeñas. La mujer. Si desaparece la mujer de la casa, la de los quereres, la amante, la consejera, la dueña de los afectos de quien fuere, todo se acaba, es como alguna vez me dijo mi buen amigo y maestro Edmundo Altamiranda, "Mira, esto es muy sencillo, la mujer es el fogón de la hoguera, si se apaga no queda nada", y vaya que tenía razón, con todos los dotes que traen consigo personajes de tal envergadura, uno parece reducido a una expresión mínima, mientras ellas se pasean dominantes entre las burbujas que dibuja el mar cuando se difuminan en la orilla sus misterios.
Una cosa sí es cierta, definir a la mujer caribeña es imposible, no puede nadie tener certeza de lo que es una estela de formas y espectros aleatorios que divierten a las palmas y a las matas del patio de la casa, cada que pasan descalzas con el sexo al descubierto. La mujer del caribe no tiene rostro, ni forma, ni estatura, mucho menos color. Son todas las negras -dicho así para todas las que son hijas de esta tierra- los pregones que se susurran desde el muelle cuando a lo lejos uno siente que es atrapado por sus miradas coquetas, por sus siluetas curvadas, por la alegría inmaculada que arrastran hasta en los perores momentos de la vida.
Sí, nosotros el barco, ellas el ancla, la vida el muelle. Eso es vivir en el caribe, ser hijo del mar, del són, del pasito tun tun ae, de todo aquello que tenga sabor a dicha, es convivir con Catalinas, o con mujeres como Mary, a quien el Joe Arroyo alguna vez juró amor eterno en una de sus canciones, misma canción que hoy bailamos acompañados de las cinturas prodigas de las hermosas negras que habitan el Caribe.