Memorias de un campesino
Mujeriego por naturaleza. Eso podría definir a uno de los muchos personajes que habitan dentro de Alfonso Caballero Polo.
Don Alfonso es originario de una tierra indómita, como el mismo la define. Pivijay es un pueblo pequeño surcado por las aguas del inmenso magdalena. En este lugar aprendió todo, aunque nunca fue a la escuela. Aprendió a domar el monte, las bestias, pero sobre todo, aprendió a conquistar las feroces mujeres de esa maravillosa tierra, dice él con algo de sorna.
Ser un “don Juan” es tan solo una de sus facetas, o al menos, algún día lo fue. Lo cierto es que este personaje es un ser peculiar, combina la dulzura de un infante con la sabiduría ancestral de un cacique. Es sin dudas, el vivo retrato del campesino colombiano, del hombre rural, ese que vive del monte, corpulento, de manos ásperas y aire fiestero.
A sus 85 años y con las secuelas de la vida marcadas en la piel, el último de los Caballero Polo aun se vale de sus fuerzas para levantarse de la cama matrimonial que ha compartido con su esposa María Suarez por más de 35 años. Aunque hoy lo aqueja un tumor en el pulmón izquierdo como consecuencia de los años de fumador, tiene los recuerdos perfectamente conservados, la apariencia de viejo se la da su cuerpo, mientras su mente, lo hace pasar por un jovencillo quisquilloso.
Mientras se mese en su hamaca va recordando las historias del pasado y se alista –como todo buen viejo- para ejercitar el oficio de la palabra a través de la cuentería. Esta vez era el turno de las historias amargas, esas que saben a vinagre combinado con hiel, las mismas que son como humo para los ojos, las que dan ganas de llorar.
Por allá en el año 95, mientras él cosechaba bajo el abrazador sol del Caribe, conoció por primera vez el sonido de la guerra. Para entonces el país atravesaba por uno de los peores momentos de su historia. Los episodios recrudecidos de la guerra social y militar dejarían como principales afectados a campesinos del sur y norte del país.
17 de septiembre de 1995, 11:35 AM. Sonaba el plomo clandestino, aquella vez la algarabía se tornó en ley marcial, la gente corría a espensas del fusil, muchos cayeron sobre la rojiza arena maltrechos por la maldita bala. Pasadas tres horas de intenso combate, la casa agujereada quedaba como fiel testigo del enfrentamiento librado entre guerrilleros y paramilitares. Alfonso apenas si había alcanzado a guarecerse con sus tres hijos y su esposa, bajos los colchones percudidos de la casa. Cuenta él que siempre le tuvo miedo a las balas, pero sobre todo, a la muerte. Sin embargo estaría dispuesto a dar su vida por la de los suyos.
Nietzsche y su teoría del eterno retorno hacían presencia en aquella olvidada tierra, y como es tan habitual por estos territorios donde la virgen no protege ni su sombra, la única alternativa era huir de las balas rumbo a Venezuela, salir de la casa que tanto le había costado parar “como el más vil hampón”, en palabras suyas. Allá en Venezuela, gracias a la ayuda de un pariente lejano, construyó en una parcela un ranchito para su familia, la única que le quedaba, ya los demás habían caído en la masacre del puente de Fundación.
Sin embargo, nada es igual si se es arrancado así, a destajo, de las entrañas de la tierra que alguna vez lo vio parir a uno, es como si hubiesen cercenado una parte de mí, dice él con las pupilas medio dilatadas. Cada mañana Alfo, como también le dice su esposa, desayunaba con la amargura entre los dientes, se alistaba y junto a sus dos hijos varones salía a trabajar en lo único que sabía, moler a golpes la tierra para sacar el fruto de sus profundidades. Allá miraba el horizonte con un pocillo de café en una mano, y en la otra, como de costumbre, su sombrero vueltiao’, intentando ver más allá de los montes y collados venezolanos a su amada tierra, rezando a la virgen por algún día volver a verla, pisarla, olerla, besarla. Dicen que cada hombre tiene su Ítaca, y la suya, no cabía dudas, era su amada Pivijay.
-¿Escuchas lo mismo que yo?
-¿Qué cosa?
Eso, el sonido de las hojas, de las palmas, parece que lloviera. Eso es lo lindo del campo, sonríe y sigue mirando a lo lejos, añorando y deseando la tierra que le llama en la sangre. No solo la sangre llama, como bien dicen por ahí, también llama la tierra cuando uno está lejos.