top of page

La ciega que todavía ve

El invierno de la sabana se había escurrido entre las hojas de bijao dejando al suelo con las mismas rendijas polvorientas de siempre.


Juana, la menor de los González Amarís, jugueteaba entre los lodazales amarillentos del Bajo San Jorge, hasta embadurnarse la límpida sonrisa angelical. Correteaba libre en las inmediaciones del río, a los polluelos que su tío paterno, Rafael Amarís, en un arranque dadivoso de esos que brotan en medio de la parranda, le había obsequiado. Allá iba ella, galopando a sus anchas el horizonte que parecía infinito ante la mirada caucásica de una niña de 5 años.



La pequeña Juani, siempre fue feliz, al menos así lo recuerda ella a pesar de haber quedado ciega una vez en la que por aventurarse a salvar uno de sus amados pollitos, una serpiente de río le destrozara los ojos de un solo tajo. El dolor de los colmillos clavados entre las corneas aun le estremece, le sigue estremeciendo la misma piel que hoy, a 60 años del fatídico episodio, luce arrugada. En aquella oportunidad lloró amargamente. Pensó que moría y que sus pollos quedarían penando en las orillas del San Jorge a expensas de que algún cazador hambriento, les acallara el infantil chillido para siempre.


Lo único cierto en esta vida, es la muerte, de eso está convencida Juanita del Carmen González Amarís. Sin embargo, dice ella, a la muerte, a esa señora, se le puede burlar.


Así es como ella describe el milagro de su vida. Una burla, un gesto burlesco al destino que le auguraba una estadía perpetua, en un féretro de tablillas bajo la tierra bendita del San Jorge.


No obstante, el milagro de la vida en Juanita, no es lo más importante. Lo mejor, lo más bonito que le ha pasado en la vida, vino después de ese 5 de agosto del 69, día en que perdió los ojos del cuerpo y descubrió los que tenía guardados en el alma.


La pequeña niña, ya no veía. Aunque la tía política Adalberta Matamoros, le rezó los ojos con matas de jagua santiguada, nada ni nadie podía ahora, remediar lo irremediable. Así que Juani, a través de sus ojos, nunca volvió a mirar.


Sin embargo, la sonrisa nunca desapareció, allí seguía, explayándose con carcajadas sinfónicas en los inmensos playones de las casas de aquel pueblo. Su abuela, cada vez que la veía, sentía la dicha iluminándole los ojos. Ella siempre dijo que la niña, ahora ciega por una jugarreta infame del destino, era especial.


De modo que un día, tal vez hastiada del fogaje insoportable de la rivera, la abuelita de la nena Amarís, como también le conocían en aquel entonces, convenció a los padres de la menor para que la dejasen llevársela lejos de aquel maldito lugar.


Ya habían pasado 8 años desde que ella junto a su abuela, partieron del Bajo para alojarse ahora en las entrañas de un pueblo que florecía a orillas del Magdalena. El nuevo pueblo parecía, a lo lejos, como si se levantase de entre las aguas del río con sus casitas todas blancas de estilo refinado español. Aquel lugar, estaba perdido en el tiempo, parecía haberse rebelado contra el reloj, para quedar ahora incrustado en la eternidad. En aquel lugar asegura Juanita, la luz que nunca sintió desvanecerse tras su ceguera, recobró total sentido.


Allá en Santa Cruz de Mompox, su abuela le enseñó a remendar, coser, tejer y reparar todo lo que tuviera hilos, fibras o cosa que se le pareciera. La pequeña, ahora con 13 años, ya dominaba las técnicas de tejido. Tejía cual mujer veterana que mata los segundos en las hendiduras del macramé. Cosía con naturalidad, medía con las uñas. Remendaba con el tacto vigilante. Parecía que veía, que la obscuridad más que verdugo, era fiel custodio protector.


Hoy, ya no es aquella niña de ojos clarividentes. Hoy, anciana y con los parpados caídos sobre la oscuridad de sus pupilas, la nena de 65 años sigue cosiendo. La máquina de coser se convirtió en su vida, sus manos, aquellas con las que obraba del mismo modo que la diosa griega Aracne, se convirtieron en sus ojos.


Recordar el pasado, resulta para la sonriente anciana que hoy miro mientras coge el falso a uno de los viejos pantalones de su esposo, un vaivén de sensaciones que le purifican el alma. De nada se arrepiente ella, no tiene nada que reprocharle a Dios. Ha sido feliz, y eso, aunque parezca demagogia pura, es lo único que importa en esta vida.


Aquellos recuerdos le han acariciado los pómulos dejando sobre ella un rubor difuminado que le devuelve por unos instantes algunos rasgos de la juventud perdida. Recuerda cuando bailaba y currucuteaba en las fiestas de Mompox mientras los hombres le cortejaban al sonar de los tambores que presagiaban el diluvio de sonatas momposinas con los que las bandas amenizaban las festividades en semana santa.


Las épocas en que era joven y enamoradiza, más que anhelarlas con la nostalgia frívola con la que los hombres suelen mirar hacia atrás, son destellos luminosos que siente en el pecho y en los rasgos delicados de su rostro. Me he dado cuenta esto porque su semblante parece iluminado, y porque además, en las 2 horas que hemos hablado largo y tendido, no me ha quitado los de encima.


Cuando se ha llegado el momento de despedirme, Juanita, quien por cierto me recuerda a mi vieja, me ha sujetado del brazo, no quiere que me vaya sin antes escuchar esto: "Mijo, yo veo con el alma, con las manos, con la vida, yo veo, aunque no lo creas mijo, yo veo".


Las manos de Juanita Amarís que son sus ojos, junto a la máquina de coser que es su vida. 2 de Noviembre del 2016. Foto tomada por Emilio Cabarcas Luna



Quien está detrás de esto
Lecturas recomendas

Carmencita

Memorias de un campesino

A mi tierra

El orinal más grande del caribe

Buscar por Tags
Sigue Periodismo lo nuestro
  • Facebook Basic Black
  • Twitter Basic Black
  • Google+ Basic Black
bottom of page