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Elogio a la costeñita


Sé bien que el título por sí mismo traerá consigo una más que probable confusión. Más de uno pensará que esto que estoy por escribir es un elogio profundo a la mujer del caribe colombiano, que aunque bien merecido se lo tiene, en esta oportunidad, tendrá que cederle el paso a su homónima de color verde y curvas de gitana.



El primer buche de costeñita es purificador. Pasa por la garganta dando brinquitos en forma de burbujas condensadas que caen como bálsamo en las tripas. Sacia la sed desgarradora, esa que desgañita y convierte los labios en rocas de salitre tosco y blancuzco, y, como si fuera poco, te alegra la vida con ese sabor peculiar e indescriptible al que se le deben todos los que alguna vez han ido a una parranda.


En efecto, este sagrado liquido, no solo es esencial para salvaguardar la integridad física de los calores endemoniados de lugares como Cartagena, el Cesar o la Guajira, si no que además es junto con la música, el amenizador esencial de la fiesta caribeña.


La costeñita, contiene junto con sus brebajes etílicos, sin fines de recuerdos atiborrados en el espumoso mar que contienen sus escasos 175 mililitros. ¿Cuantas bodas, cumpleaños, bailes, bautizos, partidos -perdidos y ganados- de la selección, juegos de dominó de domingo por la tarde y demás manifestaciones propias de la cultura costeña, han y siguen dependiendo de tan vital liquido? Sin lugar a dudas, todas aquellas expresiones de la cotidianidad del hombre caribe, tienen, o al menos han tenido que ver con la presencia de la verde.


En cartagena por ejemplo, son muchos los escenarios en los que permanece intacta la tradición de beber costeñita para amortiguar los golpes del calor tropical. Dice Juan Alberto Mendoza, vivaracho cartagenero de 65 años, que la vida sin la cerveza no es lo mismo. Con la costeñita todo es más suave, más bacano, concluye el campante Juan Alberto mientras levanta su cerveza preferida -la costeñita por supuesto- en la plaza de la trinidad.


Otro caso de esos en los que la costeñita es tan crucial para la preservación de la escasa normalidad con la que se vive en nuestra región, se encuentra en la alta Guajira. Allá, donde el sol quema hasta el mismísimo diablo con todo y trinche, la costeñita es más barata que el agua. En este caso, uno no sabe si alegrarse por la economía de la tradicional cerveza o entristecerse ante lo paradójico y perturbador del panorama.


Así mismo, en las cercanías de la sierra y el desierto, cientos de familias, ya sea por su sabor, economía, o por mera identificación cultural, sobreviven los espesos vahos del desierto a punta de tragos hondos de costeñita bien fría. Como diría Abimelec de la Osa, un guajiro que ha vivido por más de 15 años en cartagena, "cuando hay parranda mi compae', que no falte la música, las verdes (costeñitas) y las mujeres".


En definitiva, pensar en un mundo sin costeñitas, equivaldría a un cataclismo social y cultural para el cartagenero y para todo aquel que alguna vez ha disfrutado de sus virtudes etílicas. Sin duda alguna, esta bebida tan tradicional de nuestros territorios no solo ayuda a la proliferación de espacios para el ocio y la mamadera de gallo fraternalizada, sino que además es un pegante, un nexo social que reafirma la vida del ser caribe, vida que no es más que aquello que Salcedo Ramos define, como la eterna parranda.


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