Una noche de tertulia caribeña con Juan Carlos Díaz y Vicente Arcieri
Fieles a la tradición Sábateana, Juan Carlos Díaz Y Vicente Arcieri han construido una amistad capaz de soportar las asperezas y vicisitudes del tiempo.
Vicente Arcieri y Juan Carlos Díaz en la imagen/Fotos extraídas de sus redes sociales
Rondaban las 7 de la noche. Era 13 de septiembre de 2018 y las últimas brisas que había dejado agosto se sentían displicentes entre las laberínticas calles del rincón amurallado en Cartagena. Vicente había llegado y desde ya fumaba con desparpajo unas calillas de tabaco rustico. Juan Carlos, aún demoraba. Habíamos concertado una cita con la intención de beber. Sí, era jueves y nos disponíamos a beber lo primero que se nos atravesara en el camino.
Íbamos a beber, pero con sentido, porque aunque los tres compartimos el gusto por el licor, nuestra sensatez aún parece superar nuestra pernicia. Por tal razón, íbamos a beber al tiempo en qué tertuliabamos.
Todo inició en un local pequeño ubicado en la calle San Juan de Dios, contiguo a la iglesia San Pedro Claver. La Cava del Puro nos acogió las primeras horas. Allí, con los rumores enternecidos de una liturgia cuasi eterna, dimos rienda suelta a una conversación franca y distendida mientras íbamos y veníamos sobre las mecedoras dispuestas a las afueras del lugar.
Los primeros y únicos tragos de la noche, corrieron por cuenta del anfitrión. Un viejo italiano tan lucido y cómico, qué me hizo recordar las fábulas y leyendas que se ciernen al rededor de la vida del viejo Mainero. Doménico. Ese es el nombre de quien nos calentó la garganta a punta de un ron de nombre extraño y sabor a coco chévere.
Doménico, Juan y Vicente, llevan más de 20 años viéndose las caras. Juan, recuerda cuando todos los viernes al salir de las antiguas oficinas de El Tiempo, él y su fiel amigo de letras se atrincheraban en el negocio del ítalo-colombiano para engullir licor hasta altas horas de la noche. Pues tal parece que en Cartagena, con la institucionalización del periodismo, qué es la profesión de ambos, se insititucionalizó casi que por una suerte de automatismo, la bohemia, y dígame usted ¿Qué es acaso una noche de bohemia en el Caribe sin surtidos tragos de ron? Pues sencilla y llanamente, nada.
Aquellos tiempos en que se conjugaban la verbena y el periodismo, para Vicente, parecen haber quedado atrás. El periodismo está tan cuadriculado, tan lleno de reglas y paradigmas que ya no hay goce ni sensibilidad humana. Ya no se repiten esas escenas como en las que al finalizar las labores un viernes por la noche en el Periódico el Heraldo de Barranquilla, esperaban la partida del director para darle rienda suelta a los placeres etílicos provocados por el aguardiente.
Además de esas libertades estrafalarias, transmitidas quizás por los modos Garciamarquianos de hacer periodismo, ambos coinciden en que no es lo único que ha cambiado en el mejor oficio del mundo. Para ellos, antes la calle era la fuente de todo, ahora el periodista, salvo algunas excepciones, cree poder hacer periodismo en una sala cómoda con aire acondicionado.
Antes, había fuego, pasión, todos sentíamos el periodismo, lo llevábamos prendido en las venas, ahora, el mejor periodista es el que mejor maneja las redes, asegura Juan Carlos mientras continua meciéndose con los ojos clavados en el pasado.
Así transcurrían los minutos. Lentos, dispersos, cadenciosos, cómo jugando a no encontrarse entre sí. Seguramente, las manecillas del reloj aquella noche, hubieron de extraviarse en alguno de los ires y venires de nuestra conversación.
Pasadas las 8 de la noche, salimos. Le dijimos adiós de Doménico y su Cava. Vizo -cómo también es conocido Vicente-, Juan y yo, nos separamos. Nos encontraríamos en contados minutos en el Barrio Marbella, qué es dónde vive Juan Carlos con su esposa y sus dos hijas.
Nos reencontramos. Los tres sabíamos que aquellos tragos tibios de ron nos habían abierto el apetito, provocando que ahora el hígado ronroneara como un felino insaciable.
De modo que compramos unas cervezas baratas y de nombre extraño, pero que cumplían bien su cometido: Aflojarnos la lengua y desinhibirnos. Nos santiguamos. La brisa del Caribe nos pegaba de frente. Para entonces ya estábamos todos sentados en el balcón con un paisaje bellísimo a cuestas.
La conversación nunca paraba. Esa noche nos atrevimos a hablar de la economía y sus recesiones, de política y sus obscuros personajes, del periodismo y sus reflexiones, del amor y todos sus demonios.
Sobre el periodismo en especial, recuerdan con dolor los episodios de la guerra en los Montes de María. Las veces que cubrimos masacres, ver toda esa destrucción, y luego tener que narrarla, eso era lo peor, comentaba Vizo mientras bebía el último trago de su cuarta cerveza.
Juan Carlos, quien es oriundo de San Jacinto, la tierra de Landeros, recuerda con nostalgia a los amigos que le mataron y a su padre huyendo de la guerra. Recuerda además, aquella vez en qué trabajando para El Tiempo cubriendo una noticia en Margarita, Sur de Bolívar, navegó en una chalupa con dos guerrilleros armados. Estos manes me van a matar, pensó Díaz. Sintió miedo, uno profundo, visceral.
La noche seguía. Trasegaban las tinieblas en la misma medida en que bebíamos cada lata de cerveza. Vicente y Juan contaban cómo se conocieron de una vez y para siempre en el Periódico Cartagena. La afición de Vizo por el dios Baco, la sabiduría musical de Juan Carlos, El Joe Arroyo y sus misterios, Rubén Blades y su Maestra Vida, Adolfo Pacheco y su Hamaca Grande, todo tenía que ver con todo y la nada no existía.
Al final, la noche olía a cenizas, Vizo fumaba un tabaco con aroma a campo. El Salado y sus espíritus se purgaban en medio de esas humaradas vertiginosas. Yemayá, al fondo resonaba impetuosa, acompañando a quien perfectamente pudo, de no haber sido periodista, ser cantante insigne de San Jacinto, Bolívar.
Esa imagen, esa precisa imagen en la que hay humo y Juan Carlos canta emocionado una del maestro Adolfo Pacheco, ha sido conmovedora y reveladora a la vez. Mientras escucho cantar “Voy a vivir la vida de otra manera, voy a seguir quemándola de otro modo”, me doy cuenta que he descubierto en la escena nocturna a un par de personajes ilustres, nada fastuosos, sensibles, pero sobre todo, que están dispuestos a amar, vivir y morir sin remordimientos.