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Los infortunios del Cerro


Convento de la popa visto desde el aire/Foto por noticartagena.com


Bastan solo doscientos noventa y ocho metros, cuatrocientos noventa y seis pasos, dos litros de agua, sudor y cansancio para conocer la historia que se esconde en el cerro de la Popa, el máximo mirador que tiene la ciudad de Cartagena. Aquí, el cielo no parece tan distante. El sol incandescente y los cambios del clima pasan factura. El cerro, se queda minúsculo ante la majestuosidad que cubre los arrabales que le rodean.


Son las nueve de la mañana en un lunes tórrido y la ciudad se encuentra en treinta y tres grados. En compañía de veinte personas comienzo a subir hacia ese amplio balcón que se extiende hacía el infinito. Detrás, justo en sus faldas, hay una ventana que me deja observar las mayores riquezas y pobrezas que se esconden en este territorio. El convento mayor se erige en su cúspide.


Muchas son las eventualidades que encuentro en el camino. El cambio climático y la contaminación han hecho de las suyas, pese a ser considerado de ambiente húmedo, las hojas, los árboles y el suelo se encuentran secos. La escasa presencia de fauna y flora, llaman la atención.


El cerro tiene una altura aproximada de 148 metros. Pese a su amplia superficie y vegetación silvestre, todo lo que vemos al alrededor son arboles vacíos, cómo si acaso estuviésemos ad portas del reino de la soledad. El olor que emana por estos días, no tiene ni seña de ese bosque sanador que conocieron nuestros antepasados. El cerro muere poco a poco, agoniza.


La calle que nos dirige hacia la entrada principal del cerro es sola, tranquila e inclinada, el sonido religioso de las aves con un eco acústico ceremonial, ha sido reemplazado ahora por el ruido de motocicletas y vehículos que suben y bajan por el sendero.


Cuenta la historia que en la época de la colonia en la parte alta de este cerro habitaban indios y esclavos africanos que adoraban a una divinidad que tenía aspecto como de macho cabrío, al que se le conocía con el nombre de “Buziriaco”.


Fue entonces cuando Fray Alonso de la cruz, perteneciente a los Agustinos Recoletos, orden religiosa que se caracterizaba por su ímpetu y devoción sacramental, a través de una revelación onírica en la que la virgen María se le aparece, pidiéndole que se dirija al lugar más alto de la ciudad con el fin último de purificar la “devastación pagana”. Al llegar a lo que hoy es conocido como el cerro de la popa, desterró a los esclavos e indios, junto con toda prueba de la existencia del cabro Buziriaco, arrojándolo por una de las esquinas laterales del cerro, por lo que desde aquel día se le conoce como el salto del cabrón.


Luego del triunfo de la iglesia católica el “macho cabrío” fue reemplazado por la virgen de la candelaria, “la candela” como nos enseña su etimología, se ha convertido al parecer en una la luz, una luz santa sincretizada que va por el camino acompañando a todos quienes la veneran.


A esta virgen de color particularmente tiznado, los esclavos africanos durante mucho tiempo en la colonia le celebraron fiestas. Hoy, cartageneros y visitantes aún celebran cada dos de febrero, las denominadas “Fiestas de la candelaria.

Creditos: http://www.wradio.com.co/noticias/regionales/desde-22-de-septiembre-podran-ingresar-personas-y-vehiculos-livianos-al-cerro-de-la-popa/20170919/nota/3584116.aspx

Tras este paréntesis histórico, creo que es pertinente seguir narrando las peripecias de mi viaje. En este punto, creo que ya he pasado cinco de las estaciones de aquel camino lleno de infortunios, cómo si se tratara de una peregrinación o del camino doloroso que recorrió Jesús. Aquí, el dolor no es ajeno, se vuelve propio. A esta altura, ya tengo los pies hinchados y he acabado lo que restaba de mi botella de agua.


Son aproximadamente las diez de la mañana y hemos llegado al destino; el convento, el cierro, la mirada entera a Cartagena. Por un lado, contaminación y por otro, extranjeros que toman fotos asombrados por la vista y devastados por la fuerte temperatura que tiene el día.


Por fin la veo, llena de humo, de frivolidad e incertidumbre, y repleto de vida, de un mundo que gira, de personas que transitan, de un inmenso mar que le rodea, la Bocachica y la Bocagrande que se unen y se convierten en una sola, es justamente lo que se logra vislumbrar en la lejanía.


Al entrar, el convento me recibe con un cálido letrero de bienvenida, sus pasillos son largos y en ellos llevan cuadros con frases de San. En el convento se encuentra reposado un cuadro de la virgen de la candelaria que data de la época colonial, cada uno de los vestidos que ha llevado esta inmaculada virgen.


Por otra puerta entro a la capilla, en ella reposan las promesas, ofrendas o pactos en cuadros enmarcados en la pared todo en forma de representaciones pequeñas de lo que pidieron a la virgen que les cumpliera.


Parece que el olor húmedo del sitio nubla mi visión, es oscuro y está lleno de vida. Hay monumentos de varios santos por todos lados. Cruzando una de sus puertas me topo con dos Cartagenas: una pequeña y la otra grande.


Ambas, la chica y la gigante, dan cuenta de los vestigios palpables de una historia que no se desvanece. La brecha histórico-social de la ciudad converge en un solo lugar. Desde allí, puedes verlo todo, allí, todo queda al descubierto y la nada se deshace. Aquí, desde el convento ubicado en la cúspide del monumental Cerro de la Popa en Cartagena, he podido constatar que la opulencia de unos y la ignominia de otros mucho, es aún, más que vigente.

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