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Lo que el agua se llevó

Sentado en la bahía de Manga, donde los jóvenes se acarician unos a otros y piensan que el amor es lo único que existe, observaba la gran imagen proyectada en un cielo enamorado y una luna atraída por los lazos de amor que se apreciaban claramente en las nubes. Era la del viejo Inés fumando un Mallboro mientras evocaba sus días de gloria y veía el faro a lo lejos iluminando con sus luceros, los barcos desplegando sus velas, los marineros avisando que su día iba a terminar y a los transeúntes tomando sus pertenencias para ir cenar una vez más y disfrutar del acogedor calor del hogar. Justo allí, miré al mar y recordé a aquellos que nunca más regresarán a deleitarse con el dulce aroma del Caribe, ni sentirán el calor de los días que nos abandonan, ni divisarán las luces parpadeantes de las luciérnagas en las noches, y mucho menos, volverán a sentir las aguas que algún día los arrebataron.


En aquella ocasión, justo antes de ser tragados por las fauces del mar, creo que sólo quisieron salir un día a despejar sus mentes del arduo trabajo al que son expuestos diariamente por el absurdo sistema, tal vez sólo deseaban tener un buen día con sus seres queridos, haciendo dibujos en la arena, escribiendo el nombre de su amada y de sí, en los extremos de un corazón. Deseaban quizá, tomar un poco de aire frente a esas aflicciones en las que los humanos somos atrapados tan a menudo.


Quizás querían observar el paisaje en su éxtasis, degustando un bocachico bien frito y unos ricos patacones en una taza bien grande, montados en el Everest de un caliente arroz de coco junto a un vaso bien helado de agua panela pá la caló. Quizás y solo quizás, deseaban alimentar su codicia observando a las negras de palenque desfilando su esbelto cuerpo, o a los gringos millonarios fingiendo saber bailar la champetica del Afinaito que sonaba en la radio de una carpa de la clase alta, mientras la blanca disfrutaba de hacerse unas trenzas hechas por manos nada más y nada menos que las de mi patria, Colombia.


No obstante, la imprudencia, la curiosidad y la desobediencia, fueron más fuertes que la sabiduría y callaron su voz para siempre. Prefirieron alejarse cada minuto más de sus familias en silencio, sin avisar a nadie. Optaron por el camino fácil y aparentemente placentero, sin imaginar que nunca más volverían a ver a la fastidiosa, pero amorosa mamá, la misma que les esperaba con los brazos abiertos a las dos de la mañana después de una parranda en donde las penas se iban cantando y bailando al son del pick up.


Alta mar los tomó por sorpresa y se los llevó, a algunos les dejó el cascarón en la orilla, pero de otros apenas sabemos lo que algún día fueron. Yo, desde aquí, en el más acá, espero que podamos reencontrarnos una vez más para contar las historias que vivió nuestra ciudad mientras ustedes estaban lejos, muy lejos de casa.


No siendo más, decidí terminar esta carta y la metí en una botella, lazándola al mar con la esperanza de que algún día tal vez al traspasar los dominios de Poseidón, alguno de ustedes, los tragados por el impetuoso mar, la miren y sonrían por última vez. Así pues, luego de haberla tirado, la pequeña botella se alejaba y alejaba, mientras que yo hacía una humilde oración por la vida de aquellos hijos, primos, tíos, abuelos, madres y padres de aquellos a los que el mar algún día se llevó.


Los dominios de poseidón.

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