Aun somos aquel Chambacú, el corral de negros
Corría 1972 y la puesta en marcha de la erradicación de Chambacú se sentía más real que nunca. Rosa de Toppin, quien había vivido años atrás en el popular barrio aledaño al centro histórico en Cartagena de Indias, recuerda como en su llegada al apenas incipiente barrio conocido como Paraguay, escuchó a viva voz cuando alguien gritó: “ahora nos matarán y robarán en las puertas de nuestras casas”.
Con la reubicación de los chambaculeros y su diáspora anticipada por los proyectos que pretendían modernizar a la ciudad para entregarla al siglo venidero con avenidas y calles asfaltadas, se fracturaría de una vez y para todas la percepción de los cartageneros con relación a sus estéticas y estilos, en el marco de una cultura que había sido proscrita y segregada por el espíritu colonizador persistente en las elites de una sociedad gobernada por la caterva de vencejos de la que en su momento hablaría Luis Carlos “el tuerto” López, en uno de sus poemas más rutilantes.
Todo había comenzado en 1971. La idea entonces, consistía en consolidar a Cartagena como la ciudad turística más importante de Colombia. Conseguirlo implicaría refaccionar, preservar y acondicionar los espacios de la ciudad amurallada con miras a la declaración oficial de la UNESCO, que convertiría a este fortín anclado en el Caribe, en patrimonio histórico de la humanidad hacía 1985.
No obstante, sería necesario encargarse de los exabruptos urbanos que habían ido extendiéndose alrededor de la muralla. En 1971 iniciaría el traslado de Chambacú, en 1975 sería el turno del antiguo mercado público, radicado hoy a lo largo de la avenida principal bajo el nombre de Bazurto.
Alfonso Coronel Valdelamar, barrio Bruselas, Cartagena de Indias Colombia/ Foto por: Jose Ignacio Estupiñan
La suerte de Chambacú y sus 1.300 familias exiliadas en medio del habitual caos institucional de la ciudad, se resolvería con la creación de nuevos barrios y la ampliación de otros. Chambaculeros hay en Chile, Paraguay, Bruselas y el Nuevo Porvenir, me dice Alfonso Coronel Valdelamar, pensionado de la popular atunera Mana, ubicada en el barrio el Prado en Cartagena. “Yo viví hasta los 15 años en Chambacú, recuerdo que había mierda por todas partes, lo que hoy es el puente Román en ese entonces era un puentecito de madera en donde podías ver el agua por las rendijas. La gente era muy alegre, eso sí, pese a todo siempre había un espacio para ser feliz”.
Con la erradicación vino el estigma, con el estigma la exclusión y con la exclusión quedamos condenados a una estructura sociorracial en la que, según el Historiador y Profesor de la Universidad de Cartagena Ricardo Chica Geliz, entre más negro se es, más se sienten los rigores del sistema.
Coro, como todos llaman a Alfonso, carga en sus ojos la añoranza del pasado. Para él, en sus 70 años de vida nada ha cambiado. “A nosotros nos olvidaron, nunca nos tuvieron en cuenta, y como siempre nos dejaron atrás, solo importa la ciudad vieja, la colonial”.
Y esto es así porque el racismo y la aporofobia han estado siempre presentes en esta ciudad de negros esclavos y blancos inquisidores. Desmantelar los imaginarios del miedo y esas conductas que se pensarían ya extintas con todas las revoluciones por las que ha pasado nuestro mundo, no ha sido más que una batalla durísima con más derrotas que victorias por contar.
Estas tensiones, que ahora se viven y se palpan a través de cruzadas de la comunicación, tocan en especial medida a la cuestión de la cultura sobre todo en sus manifestaciones y espacios. Como ha quedado en claro a lo largo del repaso histórico de la ciudad, la segregación urbana y todos sus conflictos adyacentes, han impedido el acceso de la masa, de la negramenta, a los eventos de gala pensados en la ciudad para un segmento reducido de personas en el que sin lugar a dudas no hay espacio para el pri, el causa o el coleto.
De ahí que entonces, sea más fácil para alguien que vive en el arrabal, asistir al festival de música popular orquestado semanalmente en el escenario del Picó, que ir al festival internacional de música realizado año tras año en la vitrina pomposa del centro amurallado de la ciudad.
Y es justo aquí, donde se pone en juego la democratización de la cultura. Que se refiere en resumidas cuentas a garantizar el acceso al Festival del Frito, al Festival de Artesanías del Caribe, al FICCI o el Hay Festival, en igualdad de condiciones para todos, ya sean locales, turistas nacionales o extranjeros.
Sin embargo, la política pública en su relación con la cultura se sostiene en un enfoque filantrópico que se lava las manos a través de iniciativas que maquillan la pobreza, haciéndola asimilable y sobre todo, dándole ese efecto exótico tan imperante para desplegar lo que hoy se conoce como el turismo de la pobreza y se desarrolla en escenarios como el mercado de Bazurto.
En efecto, todo esto tiene que ver con la consolidación y creación de la política pública y su interés irrestricto de mantener el estado actual de las cosas. Su interés particular en la cultura es estratégico, pues la cultura y sus manifestaciones al final terminan convirtiéndose en acciones políticas.
Barrio Chambacú 1962 / Foto: Archivo digital
A todas estas, podría decirse que Chambacú somos todos, que es el vertedero de una cultura que ha resistido los embates del tiempo, que es la representación fidedigna de la masa popular cartagenera. Y que además, aunque a veces el dolor también mata, como bien señalaba Manuel Zapata Olivella en aquel libro de relatos históricos sobre el arrabal más famoso de esta provincia, puede que algún día valga la pena decir que aun somos Chambacú, aquel maravilloso y autentico corral de negros.
Barrio Chambacú 1962 / Foto: Archivo digital